Demóstenes, el Gran Orador

Compilado por Eli Clemente Mdza.

Demóstenes, el príncipe de la Oratoria griega y poderosa inteligencia al servicio de su patria, ejemplo simbólico de uno de los personajes más ilustres del mundo clásico. Fue en el siglo IV cuando el Rey Filipo de Macedonia, concibió la idea de imponer a todos los griegos su hegemonía. Para lograrlo, Filipo disponía de dos medios potentes: La fuerza y la corrupción. Tenía fe de tal manera en este último, que en cierta ocasión se le oyó decir esta frase famosa: "No hay ciudad que resista cuando en ella puede hacerse entrar un mulo cargado de oro". Pero como Filipo sabía que el dinero no lo era todo, dotó a su pueblo del mejor ejército de la época. Ninguno podía comparársele en organización, armas y entrenamiento. Los soldados hacían marchas de cincuenta kilómetros cargando sus bagajes y se les mantenía en campaña durante el invierno. Cuéntase que Filipo licenció a un extranjero distinguido por haber tomado baños calientes, que destituyó a dos generales por meter al campamento a una cortesana y que mandó a apalear a un joven noble por salirse de las filas, enloquecido por la sed. Las legiones de Filipo avanzaban por los territorios de Grecia victoriosamente. Nadie se atrevía a oponerse a su fuerza arrolladora. Las muchedumbres gemían de pánico ante el poderío devastador de aquellas masas y las ciudades capitulaban a los primeros días de advertirse sitiadas. La palabra aterradora de Demóstenes realizó el milagro de transformar a una desmoralizada Atenas, en una Atenas exaltada y llena de entusiasmo. Sus discursos contra Filipo, conocidas como "Filípicas" levantaron de tal modo el espíritu de la ciudad, que aún conociendo la calidad y la cantidad del enemigo, se aprestó a organizar una resistencia temeraria. El ejemplo de Atenas estimuló a la ciudad de Tebas y juntas se levantaron desesperadamente a librar la batalla definitiva. Por desgracia la suerte les fue adversa y Filipo acabó imponiendo la dominación de Macedonia a todos los pueblos griegos en los campos de Queronea. El milagro de la heroica, aunque estéril resistencia de Atenas y Tebas, solo se había logrado por la palabra convincente y arrebatadora de Demóstenes. El quedó huérfano a los ocho años, fue confiada su suerte a unos tutores los cuáles dilapidaron la fortuna de él pero habiendo aprendido el arte de hablar, -con Iseo- logró en su juventud que los tribunales condenaran a los tutores a devolverle los bienes que le usurparon. Alentado por aquel triunfo Demóstenes quiso hablar en la asamblea del pueblo para dirigir la política de Atenas, pero su tartamudez y sus torpes movimientos le hicieron fracasar ruidosamente. Interesantes son: su portentoso talento, la energía de su carácter, la tenacidad de su espíritu y su fuerza de voluntad. Sin esta última, para nada le hubieran servido sus admirables dotes de inteligencia. Demóstenes comprendió que para convencer y emocionar a las masas con el caudal de ideas que le bullían en el cerebro, precisaba forzosamente corregir las dificultades de la pronunciación y dar a su rostro y a sus ademanes la movilidad y la expresión necesarias con que valorizar el contenido de sus palabras, y resuelta y apasionadamente se entregó por entero a aquella obra autodidacta que le permitiría llevar a su potencialidad máxima sus geniales cualidades de convencer y de entusiasmar. La tartamudez logró hacerla desaparecer a costa de prolongados y esforzados ejercicios de pronunciación. Se cuenta que se subía corriendo a la cima de los montes sometiendo a sus pulmones a la prueba del cansancio, recitaba en alta voz las composiciones de los grandes poetas de su tiempo. Otras veces llegaba a la orilla del mar y con la boca llena de piedrecitas, intentaba dominar con su voz el ruido de las olas. Con tenacidad y esfuerzo Demóstenes logró hablar, logró darle a su palabra una fluidez y una armonía asombrosa, pero le faltaba aún para lograr categoría de orador perfecto, le faltaba imprimir a sus gestos y a sus ademanes, la flexibilidad, la gracia y la distinción que tanto impresiona al alma de las masas. De tal manera le concedía importancia a esa cualidad, que en cierta ocasión le preguntaron cuál era el primer requisito para llegar a ser buen orador y respondió sin titubeos: -Los movimientos - Quiso el interlocutor averiguar las otras condiciones y volvió a interrogarle: ¿Y el segundo? - Los movimientos - ¿Y el tercero? -Los movimientos, siempre los movimientos - contestó Demóstenes. ¿Quién podría enseñarle el secreto de aquella cualidad decisiva? ¿Quién podría corregirle sus defectos y advertirle el canon efectivo de la perfección soñada y entrevista por su genio? Es aquí, en este momento culminante de la vida del gran orador cuando hace su aparición el espejo, con una eficacia educativa verdaderamente ejemplar e insuperable. Encerrado en su vivienda, rapada la cabeza para no poder salir a la calle, Demóstenes ensaya frente a la pulida superficie las contracciones de su rostro, la posición de la cabeza, la postura del busto, los movimientos de los brazos, las convulsiones de los dedos... p-o-c-o a p-o-c-o la frialdad de su primeros años va desapareciendo y un estremecimiento de vida, de arrebato, de impetuosidad caldea los gestos y las actitudes del gran tribuno. Humilde y silencioso cumplió su misión como una de las figuras más perfectas y consumadas en el arte de la oratoria.

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